Una nota de Mariana Peñaranda, Camilo Yenú y Juan Sorrentino
José apura otra tostada. “Esta y salgo”, se dice, mientras le dá los últimos sorbos al café con leche que sirvió minutos atrás. Deambula por la casa, la mira, la retiene, se la quiere llevar en los ojos. Se acerca a la habitación de sus cinco hijos. Un abrazo interminable les daría, pero no los quiere despertar: sería imposible partir -aún más de lo que es-.
Se pone la campera de siempre, toma la mochila, que será su compañera de ruta. En la puerta se despide de María, con un beso al que recurrirá cada vez que el viaje lo golpee. “Te quiero”, declama, intentando aflojar los músculos que le atan la garganta. “Suerte”, le dice ella, y de ahí en adelante será la palabra que más falta le hará. Toma la avenida y se pierde entre los caminantes que cargan su cruz, detrás de una fe lejana. En una de esas, José pueda llegar a los Estados Unidos.
No hablamos de una caravana migratoria, sino de cuatro, que en lo que va del año han partido desde el llamado “Triángulo Norte de Centroamérica”, compuesto por Honduras, El Salvador y Guatemala. Cuatro caravanas -y una quinta en marcha- que han cruzado a pie el territorio mexicano, con ese afán inquebrantable de llegar al paso fronterizo con los Estados Unidos.
Desde el umbral de su casa hasta los portales del “Sueño Americano”, cualquiera que intente sumarse a esta travesía aceptará un trueque que implica dejar su familia, su barrio y su trabajo -si es que tiene- y, en vez, someterse a una caminata de uno, dos y hasta tres países de largo, que incluye lidiar con un calor agobiante durante el día, con el frío inclemente de las noches, pero no solo eso: pies hinchados, cuerpos embarrados, robos, violaciones, golpizas policiales y parapoliciales, otra vez robos, amenazas de mafias y cárteles y más robos. Año tras año, miles de migrantes se lanzan a la ruleta de un futuro incierto que, con un poco de suerte, será mejor que el sufrido presente: algún que otro trabajo digno, un salario decente, pero, sobre todo, esa chance de escapar de una realidad que los lastima.
En Mayo de 2017, Médicos Sin Fronteras entrevistó a 476 migrantes refugiados en México: ese trabajo arrojó que casi el 40% se había ido de su país por haber sufrido, ellos mismos o sus familiares, ataques directos, amenazas o extorsión, o bien por haber sido blanco del reclutamiento forzoso por parte de bandas criminales; el 43,5% de esos hondureños, salvadoreños y guatemaltecos, había sufrido la pérdida de algún familiar, en un incidente violento, durante los dos años previos a la huida. En el caso de los salvadoreños, el porcentaje ascendía al 56,2%. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) estima que cada año transitan por México, rumbo a los Estados Unidos, entre 400 y 500 mil migrantes irregulares, y que el 90% es proveniente de América Central.
Lo cierto es que, una vez echados a la aventura de andar hacia arriba, la suerte de los migrantes no se altera demasiado: los que se mandan desprotegidos se encuentran en México con bandas delictivas cuyo comportamiento es similar al de las aves de rapiña, cuando vigilan el latido débil de sus presas. Rodrigo Abeja es un referente de Pueblo sin Frontera, una asociación civil que acompaña la suerte de los migrantes: él ha expresado que, cuando viajan solos, “a lo más que aspiran es a quedarse varados en Tapachula”, porque saben que una vez que crucen por La Arrocera, en el sur mexicano, terminarán en manos de asaltantes, de traficantes o de los agentes de migración.
Las caravanas migrantes que se han desatado durante los últimos meses no alteran necesariamente el flujo de personas que año tras año intentan la quijotada de colarse en territorio yankee. Es una novedad, sí, en cuanto el poder de organización que se han comenzado a dar esos pueblos nómades, producto de la desesperación y de la inmensa cantidad de historias truncas en México, que no están exentas de tortura, muerte y desapariciones.
El caso más resonante, al interior del Triángulo Norte, es el de Honduras: los flashes de los grandes medios le apuntan como el centro neurálgico de la masa heterogénea de caminantes. Es que la sociedad hondureña está atravesada por una realidad que no dista mucho de lo que ocurre en suelo mexicano: cautiva de una violencia endémica que parte del accionar de grupos organizados en “pandillas”, ligados al narcotráfico, cuyo repertorio va desde delitos menores hasta secuestros, ataques sexuales y asesinatos, y que posibilitan un control territorial paraestatal cuyas víctimas son, como siempre, los sectores más vulnerados. Hay un Estado “fallido” desde junio de 2009, cuando se interrumpió por la fuerza el gobierno legítimo de Manuel Zelaya, gracias al esfuerzo de las grandes corporaciones económicas hondureñas, junto a los medios de comunicación y bajo la órbita del titiritero: Estados Unidos. El gobierno golpista se consolidó a través de dos elecciones fraudulentas, una en 2014 y la última a comienzos de este año. Honduras fue la llave que abrió el cofre de esta América Latina neoliberal, concebida y sostenida a fuerza de argumentos fabulosos, que dejan así de chiquito a Macondo y los cien años de soledad.
Estos grupos que ejercen en Honduras la violencia paraestatal, están a menudo nutridos de jóvenes que han sido expulsados hacia la marginalidad e imposibilitados de las mínimas condiciones de vida dignas. Persiguen y censuran -cumplen órdenes- a los movimientos sociales locales que llevan a cabo propuestas populares y que son los denunciantes del accionar expulsivo del Estado. Berta Cáceres, activista medioambiental que también lideraba luchas indígenas y feministas, fue asesinada por un sicario en 2016. Como corolario, la ausencia total de una política migratoria, empujando a sus compatriotas hacia la ruta de la nada, sabiendo que pocos salen victoriosos, y muchos menos ilesos.
Ya estamos casi en diciembre y Tijuana es como una olla en ebullición. El fuego y el agua están haciendo su trabajo, y las caravanas que sobrevivieron a la osadía se amontonan en la ciudad fronteriza y se desintegran conforme sus partes se estrellan contra la muralla final. Un ejército de parias y fantasmas se monta sobre el pueblo narco-propietario, y ese territorio es como el andén de una estación ferroviaria que se está llenando de gente, a la espera de un tren que está roto y no va a llegar. Hasta el momento, el Congreso estadounidense y su sistema judicial están haciendo de dique frente a las políticas restrictivas que le gustaría implementar a Trump, que incluyen el muro real, uno hecho de ladrillos, y la tentativa de que las tropas apostadas en la frontera puedan defenderse frente a la “amenaza” que representan estas caravanas, que se apiñan y forman colmena. Por ahora, “tensa calma”. Lo que sí está ocurriendo es el arrebato de las criaturas de los brazos ilegales de sus madres, incluso niños y niñas que no han cumplido un año: este acto de salvajismo es una de las políticas oficiales para desalentar las oleadas migratorias. El marco de contención humanitaria que el gobierno de los Estados Unidos está dispuesto a garantizar a estos pseudo seres humanos, en una escala de cero a diez, es cero. Si el migrante lograse sortear la aduana, se enfrentará a la violencia racista de una sociedad envalentonada por el discurso xenófobo de Trump. Si el migrante fracasara en su intento, su situación en los márgenes de la frontera será de una precariedad tal que los convertirá en presa de los buitres de la violencia, tanto estatal como criminal.
La fantasía de vivir en mejores condiciones empuja al pueblo hondureño, y a sus vecinos, a un viaje cuya ropa es la esperanza y la dignidad. Los principales mandatarios de los países involucrados cargan tintas contra las capas más delgadas de la sociedad e intentan horadar el espíritu de esta bandada de golondrinas pecadoras que insisten con ese asunto de un futuro mejor. Mientras, Trump “reta” por twitter a los presidentes centroamericanos por “no hacer su trabajo” y envía soldados para “preservar el orden”. Y esos presidentes mediopelo no son buenos ni para los mandados que les encarga el jefe ni para darle un poco de gratitud a los suyos. Y entonces la caravana sigue su diáspora, y entonces los andenes de Tijuana y Ciudad Juárez se siguen atestando de gente que hace colmena mientras espera un tren. Empujándose, perdiendo la huella humanitaria que habían sabido construir en el camino. Pero el tren está roto, no funca, y el día que lo arreglen va a ser tarde, porque, con tantos equilibristas haciendo presión contra el filo del andén, lo que se avecina tiene el viejo olor de la tragedia.
Y si tienen muchísima suerte y logran sortear el muro simbólico de los controles aduaneros. Y si pisan al fin el suelo norteamericano y pueden incluso arrodillarse y tocarlo con las manos. Y si esta historia de la caravana después de todo sale bien, entre tanto rezo y contra todos los pronósticos. Si levantan la cabeza y ven el sol americano cayendo en el horizonte. Entonces, ¿qué?
La ilustración es un mural de Acción Poética, en la frontera de Tijuana.
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